Taller de cuento erótico
mayo 24, 2013
Bogotá 1998. En el Taller de Cuento Erótico
de la Universidad del Rosario leemos fragmentos de La historia de O. Los hallo repulsivos y bruscos, fantasías
literarias poco agradables e incluso
enfermizas, como las del Marqués de Sade. Luego leemos un cuento erótico mío,
tengo una colección de inéditos que suman 135 páginas a los que les estoy
buscando un destino digno, y les pido que comparen. Hallan que lo mío es más
soportable, más verosímil, más erótico. Ese erotismo en el que las mujeres son
aherrojadas, mancilladas, vendadas, violadas, resulta ser chocante. Sólo como
juego es literaria la violencia, no cuando busca el placer de uno y el dolor de
otra. El día ha sido atareado. No tuve tiempo de vestirme bien para ir al
taller. Fui al Palacio de San Francisco en pantalones deportivos y tenis. No
llegue a tiempo a la cita con el Decano de la Facultad de Filosofía. Tras
cuatro horas de taller me siento exhausto y sólo quiero regresar al apartamento
a descansar y a estar solo. A la salida me acompaña un licenciado en letras,
dueño de una pizzería y me cuenta historias macabras. Un asesino decapita a un
niño frente a la alcaldesa de un pueblo de Urabá. Un autobús es tomado por asalto
por una banda; toda una noche los criminales se dedican a disfrutar del terror
de los viajeros; al amanecer los individuos abandonan el bus en un paraje
desolado: hombres, mujeres y niños violados, asesinados, asaltados, reducidos a
la más absoluta nada. Colombia: entre los países más felices del mundo,
anuncia una encuesta. A las doce de la noche ya voy por la Segunda Sinfonía de
Beethoven: en cualquier momento este edificio puede estallar. De alguna forma el taller de cuento erótico ha resultado un fracaso. No
logré que los asistentes escribieran, sí que se abrieran a hablar sobre el
asunto. Tres jóvenes universitarias confesaron que tenían fantasías de
violencia sexual, mientras que una poeta madura (premiada en Salzburgo y con
cartas de admiración del ex presidente Belisario Betancur y volúmenes enteros
en los que se detallan sus éxitos en el mundo entero, según informa) se mostró
horrorizada por eso y dijo que la sexualidad de las mujeres que aprecian la
violencia es una sexualidad subdesarrollada, que rinde culto al machismo. La
poeta laureada es un espectáculo: viste primorosamente y siempre usa un
sombrero estrafalario, como de reina de Inglaterra. Dice usarlo en todas las
ocasiones en que está la literatura involucrada en su vida. Dice que a ella la
admiran y la respetan los miserables de Colombia y los extranjeros, pero que
los colombianos la desprecian, que en las recepciones diplomáticas los grandes
caballeros dejan sus actividades para rodearla y hacerle la corte. La poeta de
alto vuelo (poeta azafata la llamo) tiene su propio taller literario y
demuestra con evidencias que está interesada en que todo el mundo reconozca su
talento. Me entregó un mazo de fotocopias en las que se la ve hablando con
personalidades del arte. En la sala de su casa hay un retrato de ella hecho por
Guayasamín, firmado y con florida dedicatoria. La poeta dice que sus recitales
en Europa han sido grandes, sólo comparables a los conciertos de Stauss, y que se
han hecho con traductor simultáneo. Afirma que nadie la entiende en Colombia,
que su sensualidad es muy grande, que su belleza hace perder el aliento a los
hombres, que en una reunión de reinas de belleza la gente nunca mira a las
reinas sino que la miran a ella.En el taller leí textos míos desde mis cuentos
iniciales hasta los últimos en los que el erotismo es central y las mujeres
llevan la voz cantante. Me percaté que de alguna forma los que escribí en el
pasado son mejores que los actuales, lo que es preocupante. En general les
gustaron mis textos y en algunos casos noté que los participantes estaban
excitados, emocionados, conmovidos. Hubo largas sesiones de lectura y no
apareció el aburrimiento. En otro taller, el de Isaías Peña, encontré a un
público receptivo y entusiasta. Vendí muchos libros y me llené los bolsillos de
dinero. Durante toda mi charla noté que un individuo tenía una expresión de
profundo desprecio, el individuo parecía detestarme y no se ocupaba en
ocultarlo. Súbitamente levantó la mano y sin esperar que le diera la palabra
dijo que yo escribía para concursos, que yo era un mercenario, que había
degradado la literatura a mercancía. Le dije que lo importante era si los
textos resultaban convincentes o no, sin ocuparse de sus premios o de si el
autor mostraba mucho interés por el dinero, tenía caspa o era un pervertido.
Califiqué de hipócritas a muchos escritores que se dan baños de pureza y que
juran jamás haber participado en un concurso o mandado sus manuscritos a una
editorial. A mí me gusta el dinero, y lo digo abiertamente, como lo decía Dalí.
Si le caigo mal a alguien no es problema mío. Le respondí agresivamente: lo que
importa es si lo que uno escribe vale o no. Lo que haya en torno al texto,
antes después o alrededor, es chisme. ¿Sabía él que Beethoven cobraba
personalmente las entradas a sus conciertos, que Paganini puso su violín al
servicio de un casino, que Donoso vendió sus libros personalmente, que García
Márquez participó en varios concursos? No hay que exigirles a los escritores
purezas, divinidades, actos grandiosos: los escritores son simples seres
humanos. Y aparte de ello es más digno vivir de la literatura que de la
mentira, de la apariencia, de la hipocresía, como hacen muchos escritores que
venden su pluma a políticos o a causas torcidas. Cuando una pluma se pone al
servicio de la supervivencia personal, de su familia, de la felicidad del
escritor y de sus lectores, es una pluma digna. Fin.
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