39. Nueva
tragedia. La de la Santa Flaca.
Los
muchachos nunca le perdonaron a Colonia que fuera tan reservada. No es que
llamara la atención por particulares atributos, pues era sobresaliente, exuberante,
ecuménicamente fea, según ellos, aunque con unos ojos de princesa india, sino
que en ese tiempo la llegada de tanto hombre ansioso había hecho bajar
exageradamente el porcentaje de hombres por mujer cuadrada y se suponía que dada esta circunstancia, cada una de las del
sexo infeliz por naturaleza debía cumplir con su cuota de sacrificio o
beneficio. Sin embargo, debe hacerse la salvedad de que ella era una excepción:
nació con el luto puesto y cuando pretendió quitárselo la sorprendió la muerte.
Tal vez fueran estas oscuras inclinaciones, disposición y continente los que la
convirtieran en objeto de tantos galanteos desvergonzados a los que nunca
correspondió. No reía jamás, lo más que llegó a lucir fue una sonrisa muy a
destiempo.
La
llamaban la beata cronométrica. Bajaba todos los días a misa de cinco. Tenía
que recorrer siete kilómetros pues vivía
más allá del Liceo y a pesar de
ello nunca se la vio desaseada o curtida por el polvo o el sol, como si las
inclemencias naturales de vivir en San Isidro le tuvieran una secreta aversión
o respeto. El rostro era de una blancura de panadero y tenía la forma alargada
y triste de las melancólicas vírgenes bizantinas, las manos eran huesudas,
sanguinarias, azulencas y transparentes, el pelo negro recogido en una moña
tirante hasta el extremo de elevar sus cejas indias en un gesto que parecía de
asombro o interrogación petrificados.
Los párpados siempre bajos, la boca apretada en un mohín de desprecio al mundo,
las piernas largas y flacas como de avestruz, el pecho tábula rasa y, paradoja
de las paradojas, una magníficas caderas que de perfil simulaban un
embarazo desorientado.
Colonia
fue la que le devolvió el buen prestigio a la profesión de costurera, prestigio
que se había perdido desde los tiempos de la otra, también magra, también
costurera, la que se dedicó a astillar hasta sus últimas hilachas los
principios y las normas de la moral cristiana al lado del famoso gringo
Rotenhook, el que se pudrió de amor. La beata aprendió el oficio de su madre, María
de los Ángeles de la Medalla Milagrosa, la adicta al padre Soto, y lo
perfeccionó a extremos inconcebibles, cosía apretado y fino, con puntada de
hilandera eterna, a veces duraba años para finiquitar una prenda. Eso sí, lo
que cosía ella no lo descosía ni Gordio y soportaba tantos años que la gente
emprendía el viaje eterno o la ausencia interminable antes que acabar sus
prendas. Las generaleñas, sobre todo las beatas, que tenían profesión de
clepsidras, se peleaban los favores de ella, atisbaban el avance de las
confecciones como quien espera que se abra una puerta de esas que permanecen
mil años cerradas, se abren por un segundo, e inmediatamente vuelven a
cerrarse; ellas no se atrevían a preguntarle nada, permanecían al acecho,
espiando el momento en que Colonia asomara la cabeza y el instante de la
despedida, que ella les daba con sus pestañas de madreselva. Una cinta métrica
colgada del cuello a manera de bufanda, una hebra de hilo entre los dientes, el
más insignificante detalle les daba pie a largas conjeturas sobre el avance y
la posibilidad de que estuviera a punto de concluir el trabajo en marcha. Esta
espera era un factor disociativo entre las beatas, quienes acostumbraban
preguntarse que quihubo del vestido de la
afortunada de Marciana o de la triste de Mandolina y a responderse como
una fábula, falsa pero por todas reconocida, eso va para largo, aunque pensaran
todo lo contrario.
Cualquier
día, a los seis meses o al año, al asomar Colonia la cabeza para saludar con
las pestañas de madreselva, preguntaba a la afortunada con la mayor inocencia
de la tierra si no sabía quién estaba interesada en mandarse hacer un vestido,
y comentaba casi de rebote que ya había terminado el de la Marciana o la
Mandolina. Tanta trascendencia llegaron a tener sus labores que el tiempo se
medía en San Isidro por la duración de la confección; por ejemplo cuando
evocaban un suceso decían: eso como que fue en la época del vestido de
doña Crisálida María Méndez, de Etelváis
Jiménez o Suástica Pérez. Lo particular de todo aquello, pensaban sus amigas, o
las que se decían sus amigas, era que
siendo tan buena costurera nunca se le ocurriera fabricar sus propios vestidos;
se los encargaba a cualquier pegabotones rascuacha y mediocre. De ahí su facha
y continente incontenido, triste y quizás conscientemente inelegante.
Vivía con su madre, tres hermanas
inconsistentes e inficcionables, una espada enmohecida y muchos retratos meados por las cucarachas y ennoblecidos por
el tiempo. En ellos se veía a un señor
de mostacho bismark en poses muy bélicas. Esos retratos eran el secreto
familiar: doña María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa ni se ocupaba de
ocultarlos ni se preocupaba por aclarar su origen, tal vez para fomentar la
leyenda nebulosa de su marido. Para las niñas ese señor era su padre, el
General, el progenitor de San Isidro, quien en tiempos paleozóicos había sido
propietario de todas las montañas y los piojos del sur del país hasta Buenos
Ayres de Puntarenas. Para Colonia era un ser desconocido que en cualquier
momento podía regresar a perturbar la paz de las agujas, los tejidos y las
mujeres solas, esas, digo, que mantienen
las piernas apretadas y bien surtido a Diosito con rosarios guiness y aguas benditas. Para los vecinos el
mentado general era un contrabandista que a principios de siglo inundó el
mercado con baratijas traídas de la histórica y roída Panamá donde los negros
prófugos y trásfugas hicieron su jauja. La verdad, podemos decirlo sin
reticencias, es que el general, general de cinco estrellas de hojalata improvisadas con tapas de cerveza, el general
Belarmino Jáuregui Barrantes, fue el héroe que encabezó la resistencia de San
Isidro de El General en el 48, contra la turba de las tropas del doctor Rafael
Ángel Calderón Guardia. Con solo 25 efectivos, pertrechados con armas de
juguete, mantuvieron a raya a la avanzada de quinientos atarvanes iletrados que
pretendía entronizar el comunismo en una tierra que siempre había respetado a
Dios, honrado a la familia y exaltado el esfuerzo individual por encima de la
utopía materialista (los datos y la retórica los toma, no sin ironía, Mateo Albán de los documentos de la época). Y
si héroe fue, prócer y progenitor de un pueblo, nos preguntamos, ¿por qué María
de los Ángeles de la Medalla Milagrosa lo ocultaba o lo dejaba en el limbo de
la indiferencia, sin dejarlo brillar al sol de la fama y a la intemperie de la
historia? Razón sencilla: porque el general Belarmino Jáuregui Barrantes
durante toda su vida nunca se enteró de que existía el amor y consideraba que
el comercio de los cuerpos entre humanos era como el de los animalitos: llega,
mete y saca. Resultado de los encuentros traumáticos fueron las cuatro hijas y
un rencor que la Medalla Milagrosa nunca supo superar. (¿Cómo me enteré?, se
pregunta Mateo. Simple y sencillo: lo inventé como he inventado tantas
insensateces que los amables, comprensivos, inocentes o cómplices lectores, han
admitido…si es que no han abandonado a esta altura del libro la lectura… asunto
que ni me va ni me viene: ya saben: cumplo con mi imaginación…el resto es
bagazo… La realidad no importa. Lo que importa es mi realidad. Bla, bla, bla.)
[Mateo es tan mentiroso que miente cuando dice
mentiras. Mi general Jáuregui Barrantes sí existió. Yo estuve en las trincheras
con él y descargué la primera avioneta que llegó a San Isidro con pertrechos de
Nicargua.]
Además de
todo lo anterior Colonia veneraba a un batallón de cerditos enanos o
tepezcuintles que hozaban y gozaban como marsupiales por todas la casa y los
charcos vecinos, una casa que semejaba
el rincón más intrincado del Amazonas, con palmeras, plátanos silvestres,
árboles pigmeos, guarias moradas (cantadas tan galantemente por el malogrado
Benito Chúber), tomillos, perejiles, pterodáctilas, epífitas, pasionarias,
escolapias, eleuterias y megaterias.
Para su familia Colonia era una extranjera del mundo mundano; cuando les
hablaba era como si estuviera muy lejos,
al otro lado del abismo de la vida y muy cerca del alivio de la muerte y cada
palabra daba mucho que pensar a todos,
pero para sus bebitos tepezcuintles, era la madre más detallista, y para sus
plantas, ¿qué decir?... El celo más meticuloso, el cuidado más exagerado, les
hablaba a las hojas y a las flores al tiempo que con algodones humedecidos les
limpiaba el polvo y decía que le respondían, posaba las yemas en los tallos y
juraba sentir la circulación de la savia, afirmaba que las plantas no sólo
sentían sino que tenían lengua y alma y sufrían quizás más intensamente que los
seres humanos y eran tan delicadas que pocas personas del mundo podían
comprenderlas.
A veces cuando Colonia estaba en vena
comunicativa llamaba a sus hermanas Corinta, Sucinta y Eleuteria, y les decía
que posaran la superficie de sus dedos
sobre las hojas, apenas rozando y que sintieran el amor de las
pasionarias. Decía Sucinta, la más
mitotera, que sí, en efecto, a veces en obedeciendo a la loca, se le aguaban
los bajos fondos. Corinta y Eleuteria obedecían a Colonia, se comunicaba tan
poco la mustia, pero con honda pena debían confesar que no sentían nada. Es que son brígidas, decía Sucinta, que tenía
sus letras. Letras torcidas, pero letras al fin y al cabo.
Es que son muy tímidas, musitaba Colonia, y se
encerraba a acostarse sobre su habitual colchón de tachuelas y vidrios a soñar
con un Cristo degustador de pasionarias y cerdos enanos.
Salir
de la casa para ella era una penitencia, cuando lo hacía caminaba felina y
mansedumbremente, como queriendo disfrazarse de sombra, pero así y todo más la
veían los que recogían la basura en la madrugada, los camioneros desmadrugados
y los vagos de ley, Yamil Gelsteinberg Hohensolen abriendo El Trabajador, las
prostitutas retrasadas saliendo del Bar Tico y el Bar Rojo. También las muñecas
rubias de sololoy de Los Pollitos revelando a la luz del sol irrefutable del
amanecer la falsía de su rubiedad, los borrachines extraviados en busca de las
llaves de sus casas y Alisio quien continuaba entrenando para ganarse la
maratón de los olímpicos dando vueltas
en torno al parque desde las tres de la mañana hasta que la campana de la
virgen daba las cinco y media. Cuando Colonia iba por la esquina de La Grandeza
el fondista se decía faltan diez para las cinco, y hacía cuentas de las vueltas que había dado para aumentar o
disminuir el ritmo de trote y completar los cuarenta y dos kilómetros con
ciento noventa y cinco metros correspondientes.
Colonia
fue acompañada por su madre a la iglesia desde que tenía cuatro años hasta que
cumplió los veinte, luego la muchacha creyó hallar algo de pecaminoso
entre su madre, María de los Ángeles de
la Medalla Milagrosa, y el padre Soto: mucho cuchichear, suspiros y gemidos en
el confesionario. Horrorizada por el descubrimiento decidió avergonzarse y
caminar sola. El primer día de su solitario periplo los generaleños descubrieron
su existencia. Durante veintisiete años recorrió el mismo trayecto a la misma hora, todos los días, por
eso cuando desapareció hubo un trastorno tan grande como el que se suscitó el día en que el hijo de Rey David se
escondió en su casa para nunca volver a salir dicen los díceres y dejó a los
Intelectuales desorientados, sin mascota y con la imaginación seca.
Tres
helios después de la llegada de la RRR
Colonia salió de su casa aureoleada por su habitual olor a cochino mojado y
tierra húmeda, en el cerebro molestándole la idea de que hacía más calor que de
costumbre y que estaba a punto de cumplir los veintiocho. Se inquietó cuando al
asomar por la esquina de La Grandeza no vio al maratonista trotando, creyó que
estaría amarrándose un zapato o acomodando del cartón de parche al otro lado
del parque, o que se había detenido a orinar el cochino tras un árbol, o que
había cambiado de ruta, asunto tan improbable como la posibilidad de que la
Tierra doblara una esquina y tomara una órbita irregular. Casi como el
cumplimiento de un presagio algo había cambiado dentro de la catedral: en el
sitio que ella usualmente ocupaba íngrima estaba arrodillado un muchacho
bellísimo, como esos querubines que tenían pintadas las estampitas adheridas al
respaldo de su cama de bendita soñadora de buenaventuranzas. Estaba con la
cabeza consumida entre sus manos, la cabellera limpia y trigal como una larga
cascada se escurría entre sus dedos de clavecinista. Parecía llorar. Como si
fuera otra mujer la que lo hacía, Colonia, con aplomo de suripanta calculadora
en territorio sagrado, se arrodilló a su lado y rezó deseando algo que jamás
imaginó poder desear. Parece que hizo tanta fuerza que las paredes de la
iglesia comenzaron a estremecerse leve, muy levemente, se diría que sólo para
ella y el querubín. El muchacho levantó
los ojos enrojecidos y la miró como quien ve un faro en medio de la blanca
oscuridad de la bruma. Entonces Colonia se dio cuenta, por primera vez en su
vida, tuvo la absoluta certeza de que sí, Dios existía y estaba esperando en la
habitación vecina a que lo invoquemos con auténtica fe para aparecerse como el
supremo super héroe.
Ambos
se levantaron al mismo tiempo como cantando a coro y en contrapunto y salieron
tomados del brazo de la catedral, no pronunciaron una sola palaba hasta que
llegaron frente a la casa de ella. Hasta mañana, fue lo único que se dijeron, y
James se devolvió a casa flotando a cinco metros del suelo. Estuvo a punto de
morir electrocutado por un cable de alta tensión. Afortunadamente unos pequeños
malandrines le atinaron el occipucio a tiempo con una pedrada de mala leche y
feliz resultado. Entonces James se acordó de que no era criatura celestial o
literaria sino un convencional bípedo implúmido, cayó muellemente, y tuvo el pudor y la entereza de completar el
trayecto caminando como lo exigía su terrenal naturaleza.
Al
día siguiente y a partir de entonces siguieron yendo a misa de seis de la tarde sin importarles el inconveniente
de las cagarrutas de las golondrinas. Hubo gran extrañeza cuando por primera
vez se les vio caminando tomados decentemente del dedo meñique por el parque y sin prestar atención a nadie.
Las anteriores novias de James se sintieron muy mal pues qué iría a pensar la
gente si se las comparaba con esa solterona correosa, beata y bigotona que
exhalaba un olor a muladar. De pasada le hacían desprecios y expresiones de
asco a James. Él ni cuenta se daba. Los amigos de James le buscaban los ojos
para ver si aquello era broma o uno de los famosos actos extravagantes típicos
de los Intelectuales.
Las beatas de las seis estaban paradas de pie por los aledaños
de la Casa Cural y en medio del aquelarre bullía un puchero de brebajes malditos borboteando y jediendo como
el peor aliento del infierno. Una y otra avechucha atizaban el fuego de tiempo
en tiempo. Tan sabrosas sustancia no debía agotarse sin sacarle provecho. No obstante ser objeto de tan reconcentrada y rencorosa atención James
y su beata se obstinaban en permanecer del otro lado, en el territorio
exclusivo y solipsista del amor. Pasión como esa no es cosa del planeta Tierra,
decían algunos de los vagos del parque, reblandecidos por las noveluchas de
Corín Tellado. Pero como el tiempo hace
de la excepción costumbre y del pecado norma y de día noche, no pasaron diez días
con sus correspondientes noches de zancudos, sin que los generaleños se
aburrieran de especular, buscar posibilidades, recovecos, berenjenales y matas
de chayote.
Además
ya San Isidro tenía muchas cosas importantes, graves y alegres y de en medio,
en qué pensar. De todos modos vale la
pena anotar la hipótesis de don Camilo. A saber:
—Colina
es una bruja que tiene emperrizado y engatusado al buen James y le ha
despertado al inocente un ardor de pinga y corazón tan perncicioso que le ha
elevado la temperatura al punto de hacerle perder el mal juicio que tenía.
Y
sí, no sólo parecían afectadas las facultades mentales de James, sino que, dijo
Calixto, había comenzado a trastornarse el clima exterior, que ya está llegando
a los 45 grados a la sombra. ¿Conclusión?
-Colonia
es la culpable de que aire de San Isidro se vuelva irrespirable, de que
tengamos que dormir con ventanas y puertas abiertas y que el paisaje se está
incendiando irremediablemente.
Cuando
se asentó el revuelo, no el calor de caldera que estaba abatiendo a San Isidro
y agostando las cosechas y matando a las vacas y a los tepezcuintles, los
isidreños supieron aceptar ese romance con todas sus peculiaridades. Lo que
resultaba molesto eso sí es el hecho de que Colonia y James comenzaron a vivir
prácticamente pegados, como si fueran hermanos siameses. Para arriba y para
abajo iban, ella rodeándole el cuello a James como si lo llevara inmovilizado
en primera con una llave de lucha libre y él con una mano sobre la destacada
cornisa de sus nalgas. No se separaban dicen que ni para ir al baño o para
bañarse. James insistía en esa incómoda costumbre y ella en negarse al agua. Agarrados, aferrados,
apercollados, sobrecogidos por la dicha de haber encontrado alma y cuerpo
gemelos, decían, avanzaban por la Calle
del Comercio, iban a misa, se sentaban en la misma silla ante las mesas del
bingo que organizaba la de la Medalla Milagrosa. Quien, hay que decirlo, no
salía de su pasmo al ver el vuelco de su hija, que de sonámbula, solitaria,
taciturna, bipolar, abominadora de los hombres, ahora resultaba una auténtica
mariposa del amor, por Dios santísimo,
amor no consumado, ella podía jurarlo a fondo y hasta sus últimas y
antihigiénicas consecuencias, su nariz no sabría mentirle: a diez metros de
distancia María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo
Sacramento, nombre completo, podía reconocer los pestíferos indicios del pecado
carnal, asunto, señor, que le causaba náuseas y que le obligaba a eludir la
cercanía de prostíbulos y casas de mala ortografía moral.
Decía:
Cuando se asentó el revuelo los isiderños supieron aceptar ese romance con
todas sus particuliaridades y peculiaridades. Y a pesar de ello, el anuncio de
la boda volvió a alborotar el avispero y a hacer jeder la fritanga pues todos pensaban
que aquello no era más que un capricho pasajero de James Po, afectado por el
suceso en el que sufrió la alegre y
aleve agresión de míster Bordenhouse, acontecimiento que fue conocido por toda
la ciudad gracias a la técnica del samueleo y chisme ejercido por Alisio y
también por su futura y conjetural suegra que se enteró por infidencias del
mismo James y que lo obligó a aislarse de sus amistades.
Y
si no era un capricho de James, los isidreños infirieron que era el resultado de una de las fantasías
histéricas de Colonia, quien creía haber hallado un ángel terrestre. Y sin
embargo, sin enverga, el plazo de dos años fijado para la boda hizo que lo de
ellos perdiera de nuevo toda importancia. Colonia por primera vez se dedicó a
coser un vestido para su cuerpo de
armario barroco con nalgas de chica pom pom. En paciente labor, casi sin
tiempo para ir a misa y pasear su cuadrúpedo
amor, fue zurciendo pieza a pieza el rompecabezas de su destino. James
Po por su parte recobró algo de su antigua personalidad. Se dedicó a ordenar
papeles en la notaría e hizo descubrimientos notables: halló que en el año de
1948 Robustiano había capturado a un periodista acusándolo de comunismo y
disolución moral sin aportar una sola prueba, y que hasta el momento no aparecía
ninguna acta de juicio o de liberación. Mientras tanto revolcaba papeles y tarareaba canciones, lo que le sugirió la
idea de reingresar a la Banda Municipal. Pronto fue la atracción de los
domingos, las niñas casaderas lo miraban llenar de aire sus rosados carrillos y
escuchaban los sonidos que emitía a través del saxofón y para ellas no había
más que un músico y un buen partido y un alma limpia y ese era James Po, el
hijo de la sin par Marilú, la
desaparecida belleza que embistía y del ferretero Ponicano Po, don Tuercas y
Tornillos. Y las niñas le aplaudían hasta que la sangre se les iba a las manos
y lo ensoñaban con tal denuedo que se les humedecían los bajos fondos y
pensaban que era una lástima que un chico tan hermosérrimo se fuera a perder en
las interioridades mohosas de aquella maldecida arpía.
Lenta,
muy lentamente, las piezas el vestido blanco se unían como por ensalmo, quizás
con más firmeza y arte que las anteriores obras porque acaso, decían, la
cacatúa quería llevarlo más allá de la vida. Y no carecían de razón. El tiempo
y sus malas obras iban a demostrarlo. Los pliegues de damasco satinado bordado
con perlas cultivadas tenían la blancura de las garzas que hicieron famosas las
canciones de Benito Chúber, eran abundantes y generosos; las mangas forradas
con seda de Cantón y remates de encaje holandés, el busto cubierto por una
especie de peto de angora color champán, largo del todo hasta el nivel del
suelo y abotonado con de nuevo perlas de carey ceñidamente al cuello hasta la
altura de la barbilla. Explicable del todo la extravagancia del atuendo, pero
no la corona de azahares con espinas de árbol de limón agrio con la que quería
pararse ante el altar. Hereje, la muy bestia, comentaban, y llegaron a
preguntarse si no sería mejor quemarla con leña verde antes que verla defenestrando a tan galán mozalbete.
En
la confección no se utilizó ni un solo alfiler y nadie tuvo acceso a la
habitación donde ella cosía a la luz de una gran batería de velas en
candelabros de siete brazos cuyo origen nadie sabía pero podemos conjeturar
fueron producto de los saqueos de bueno del general tras el triunfo sobre los
calderónguardistas.
Indigresión
El primer
kilómetro de la Panamericana fue pavimentado en el Cerro de la Muerte dos años después
del compromiso. El alcalde fe invitado a la inauguración. Había baile, whisky,
guaro, mucha carne de res y una carrera
de motos… O debía haberla, según el programa.
Regresión
Colonia
comenzó a bordar el velo faltando tres meses para que se cumpliera el plazo
fijado para la boda. Debía cubrirle no sólo la cara sino el cuerpo entero. El
trabajo estaba atrasado y avanzaba tan lento que ella casi no dormía. James la
esperaba a la puerta esperando su dosis
de adhesión que decía indispensable para vivir.
—Si
no te tengo pegada a mi cuerpo se me va el aire — decía, y se aferraba a su
cintura con desesperación de lactante. Eso le hacía perder a la próxima santa
tiempo precioso. Las beatas, sus antiguas más que amigas, sufrientes, creyeron
llegado el momento de reivindicarla y con una enorme condescendencia decidieron
visitarla y ofrendarle sus servicios. Ella no les dijo nada, simplemente
permaneció en silencio, mirándolas como un gato que está en el fondo de un
hueco y no quiere salir. Ya había perdido la costumbre de tener los párpados de
madreselva caídos y miraba de frente, con descaro de mujer justa, virtuosa y
con lugar apartado en el cielo. Las beatas echaron un último y feroz atisbo
a la cada vez más escuálida y desproporcionada costurera: enflacaba ella
y embarnecían sus nalgas al extremo de
parecer que no era una sino dos las mujeres, una al norte y otra al sur, las que habitaban la humanidad de Colonia. La dejaron bordando el velo que ya se
extendía a sus pies como una inmensa tela de blanca araña.
—Que
esto va a terminar mal, termina mal —murmuró una lagarta—. Ya dice la Biblia
que si en una casa no quieren recibir a Dios, hay que sacudirse el polvo y
dejar al demonio hacer sus malas obras.
La
plaga de las motos la trajo Renato, el hijo pelosnecios de Penélope Fernández.
Se compró una Suzuki, impresionante y ruidosa, que espantaba a todos los perros
de la ciudad y mataba a los que se dejaban alcanzar y mantenía despiertos a los
que no estaban dormidos y despertaba a los que ya se habían olvidado de sus
recuerdos.
Colonia
seguía adelgazando. Comía sólo una manzana diaria y tomaba doce vasos de agua.
La cabeza ya parecía un fardo sobre el cuerpo de un títere desarticulado. James
estaba preocupado. Intentó decirle que el velo no era lo principal del
matrimonio. Ella le respondió:
—Sin
el velo no me caso y te voy a decir por qué, amordemi vida: necesito ocultar
una vergüenza muy grande.
—Pero
vergüenza de qué, si no te he tocado ni con el filo de un mal pensamiento.
—Es
que, mi James, hay secretos que ni Dios debe saber—. Y se volvió a consumir en
su actitud sombría y continuó bordando y
enflaqueciendo.
Los
cerdos enanos se murieron de inanición y solidaria pena. Las pasionarias se
secaron. Sobre el maniquí estaba listo el vestido. Sólo faltaba el velo.
Nadie
sabe cómo fue que a Penélope, la madre del loco Renato Fernández, se le ocurrió
comprarle una moto. Parece que la vanidad del muchachito ya no se contentaba
con pasearse a pie y necesitaba un aparato ruidoso y brillante como los que
usaban los black panthers de la televisión. Desde que Renato escuchó lo de la
carrera en el Cerro de la Muerte se imaginó a sí mismo batiendo todas las
marcas y saliendo con su sonrisa de James Dean en la primera plana de los
periódicos de la capital. Por una vez en la vida su heroísmo superaría el
destello de la belleza de Sol, Estrella y Lucero.
El
tiempo seguía pasando indiferente, como habitualmente sucede, a las angustias
de Colonia y al atraso de su velo. A medida que el plazo se acercaba sus manos
se agitaban y le impedían trabajar bien; cada puntada debía repetirla hasta
cinco veces.
La
calle que conducía al Liceo siempre fue oscurísima a pesar de que Oscar Lopera
y Asociados, propietario de la empresa de taxis y de la fuente de soda que
quedaba frente al Colegio donde cantaba Garufa a cinco céntimos la unidad de
tango, había prometido hacer el gasto de la iluminación y pavimentación. Estaba
llena de piedras menudas y cortantes que un camión del Municipio vaciaba todos
los años a principios de invierno.
El
velo estuvo terminado un día antes del plazo fijado para la boda. Colonia le
dejó el último nudo flojo para hacer que le durara la emoción al apretarlo a
última hora.
Eran
las cuatro.
Colonia
salió a la calle donde la esperaba James Po. Fueron juntos, apretados el uno
contra la otra y viceversa, amangualados, apercollados, confundidos y
compenetrados, a rezar por última vez a misa de seis.
Estaba
soplando un magnifico viento atrabiliario y Renato tenia apenas dos pesos para
comprarle gasolina a la moto.
Después de oír misa la pareja estuvo sentada
frente a la catedral haciendo planes, entrelazados los veinte dedos y juntas
las cabezas. La gente ya se había convencido de que el matrimonio era algo
inevitable y que despegar a los siameses asunto imposible.
Las
siete de la noche. Las beatas no pudieron soportar la curiosidad y entraron a
revolucionar la habitación de Colonia.
James
se olvido de la cortesía: al regresar esa noche dejo que su novia caminara por
la calle mientras él lo hacia por la acera y por una vez se sintió a la altura
del metro ochenta de la beata rodeándole el cuello con el lazo ciego de sus
brazos.
Una
moto pasó rauda como un relámpago del cielo e hizo volar diez metros a la
gentil varona. Dicen que el aparato la embistió como un toro de lidia y la
elevó allende los postes sin luz y que su cuerpo cayó muy despacio, su vestido
formando un paraguas invertido hasta el cuello, como si flotara y se posó en la
calle, desnuda de la nuca a las pantorrillas, quedando intacto del todo en
espectáculo inolvidable y sin calzones, muy bien peinado de su impávida e
intacta cuca, pero ausente de espíritu por completo el entero cuerpo.
Dicen,
aunque al autor de esta mentirosa historia no le consta, que una beata, la
beata lagarta, acababa de deshacer el nudo final del velo cuando se escuchó el
estruendo de la máquina, que quedó hecha pedazos, y un ruido como de
castañuelas por el lado del Liceo.
Descubierto
el rosto Colonia lució su única sonrisa a destiempo bajo su celebérrimo bigote
de mariscal de los ejércitos de Dios.
Al
entierro de Colonia, que siguió la ruta de todos los entierros, es decir la del
Calvario, asistió todo San Isidro, incluyendo las suripantas, una cauda de
ochenta donosas mujeres de la vida, vistiendo de rigurosos colores de
escándalo, tal vez para escarnio de la profesión beatífica. James Po lloraba
sobre el hombro de María de los Ángeles de la Medalla Milagrosa del Santísimo
Sacramento. Californio el Simple llevaba del cabestro a su burrita amada, ya no
del todo ignorante de los trajines de la vida, con el adorno de un moño negro.
Don Camilo, por primera vez en subida verdaderamente compungido, llevaba
también por primera vez a su legítima esposa, Celina, del brazo. Robustiano
conservaba el orden de las filas de la multitud que quería ver por última vez a
la que se llamó desde ese mismísimo momento la Santa Flaca o la Costurera
Flaca. Míster Bordenhouse dejó sus camisas de flores hawaianas
semitransparentes en casa y vistió un pecable tuxedo negro que terminó siendo
pardo debido a la bauxita.
Cuando todo hubo pasado y la última palada de tierra
cayó sobre el ataúd, el gringo, dejando a un lado sus maricadas, se acercó a
James y le dio un pésame conmovedor y San Isidro de El General, por una vez, no
hizo juicios o conjeturas y reivindicó tanto al bello James como a Bordenhouse.
A los pocos valientes que hayan llegado hasta este final, les cuento que este capítulo no es de Cien años de soledad sino de mi Historia de todas las cosas
![]() |
Esta roca, de dimensiones colosales, protege a San Isidro de El General |
Donde cuento la celebración pantagruélica en casa del patriarca Barrantes, en San Isidro de El General, en 2010, en la que se celebró mi regreso a la ciudad de mi adolescencia, que andando los años sería el escenario de mi novela Breve historia de todas las cosas.
Luego fuimos a La Georgina, casa histórica patrimonio de Costa Rica, donde hubo una larga filmación, firma pública del libro de visitas ilustres, discursos, una entrevista muy larga con canal 14 y se habló de lo que mi novela representaba para San Isidro, prácticamente un cimiento de la cultura, una de las cosas importantes que habían pasado en 100 años: la fundación del pueblo en 1910, la música de don Alfonso Quesada Hidalgo y mi novela, que proyectó a San Isidro al mundo.
Luego fuimos a La Georgina, casa histórica patrimonio de Costa Rica, donde hubo una larga filmación, firma pública del libro de visitas ilustres, discursos, una entrevista muy larga con canal 14 y se habló de lo que mi novela representaba para San Isidro, prácticamente un cimiento de la cultura, una de las cosas importantes que habían pasado en 100 años: la fundación del pueblo en 1910, la música de don Alfonso Quesada Hidalgo y mi novela, que proyectó a San Isidro al mundo.
La fundación de San Isidro fue llevada a cabo precisamente por el primer
Barrantes, Sergio Barrantes, hombre no sólo vivo sino vivísimo, poseedor de 54
hectáreas de bosque y selva, a cuya casa nos dirigimos. Allí se oficiaría no
sólo una cena pantagruélica y una bebeta tremenda, sino una de las escenas más
memorables y acaso insoportables de mi vida. En un comedor gigantesco con
ventanas monumentales que nos ofrecían el paisaje original más esplendido de
palmas, árboles en estado diríase prehistórico, y atrás el rio, el viejo rio en
el que hicimos de niños tantas fechorías y deleites, se llevó a cabo una
especie de glorificación extrema de Mistercolombias.
Barrantes tenía una cámara digital recién comprada y comenzó a disparar fotos, lo que haría constantemente durante varias horas. Decía, mirando su contador: ya he tomado 60, me faltan 1117, flash, flash, flash: fotografió a L en todas las actitudes, me fotografió a mí y poco faltó para que me siguiera hasta el baño con su cámara con capacidad para tomar 1500 fotos. Pidió que lo fotografiaran conmigo entrelazando los brazos mientras bebíamos de altas copas como si fuéramos novios.
Barrantes tiene 85 años pero una energía de galeote bien alimentado. Su
esposa, tan veterana como él, es una mujer dulce, mansa, sumisa. Doña Petrita
recordó haber tenido gran amistad con doña Ruth, mi madre.Barrantes tenía una cámara digital recién comprada y comenzó a disparar fotos, lo que haría constantemente durante varias horas. Decía, mirando su contador: ya he tomado 60, me faltan 1117, flash, flash, flash: fotografió a L en todas las actitudes, me fotografió a mí y poco faltó para que me siguiera hasta el baño con su cámara con capacidad para tomar 1500 fotos. Pidió que lo fotografiaran conmigo entrelazando los brazos mientras bebíamos de altas copas como si fuéramos novios.
“A esta casa venía doña Ruth contigo, un muchacho flaco, de brazos y piernas muy largas. Tendrías doce o trece años y no te quedabas quieto ni un instante, te movías para arriba y abajo, hablabas, cantabas y no había forma de hacer que te sentaras quieto”.
Mientras tanto el patriarca Barrantes seguía eufórico, me servía ron con coca, insistía en que L bebiera, pero ella impávida seguía tomando agua. El patriarca le puso un plato con huevos de codorniz frente a L. Este plato exquisito es solo para mi hija—el patriarca había decidido adoptar a L, con quien había intimado desde la fiesta anterior--, los huevos son solo para mi hija, insistía de manera casi infantil.
L comió solo dos huevos, yo me comí el resto, unos veinte, deliciosos, y engullí carne de cerdo por montones. L ni la probó. Solo me miraba beber, comer, posar para las fotos y es como si estuviera diciendo yo te dejo, yo te dejo, nada más te miro.
Todos los concurrentes insistían en demostrar la trascendencia de Breve historia de todas las cosas, su fidelidad al pasado, el carácter de documento de la obra, me hacían preguntas cómo qué se siente ser famoso y yo decía.
-No se siente nada: yo regreso a Xalapa y allá no soy famoso, nadie me pone atención, soy como todos: trabajo, natación, leer, escribir y a veces salir de viaje y disfrutar de estas atenciones…pero generalmente mi vida es como la de cualquier oficinista al que su mujer manda a comprar tortillas.
No faltó quien dijera que mi novela es mejor que Cien años de soledad, y todos apoyaron y trataron de demostrarlo. Yo les dije:
-Mi novela es importante para ustedes porque en ella se ven reflejados y en verdad no importa si es mejor o peor que otra, simplemente es una novela en la que este pueblo se ve reflejado.
La fiesta se prologó aunque yo estaba al borde del desmayo tras horas y horas de conferencias, entrevistas, traslados, viajes, emociones violentas, encuentros.
Comenzó a llover de nuevo torrencialmente, a las ocho de la noche me puse de pie y dije ya estoy muy cansado, no aguanto mas, y el patriarca dijo no, no otro trago y bueno, otro trago, más fotos, me regaló una hermosa edición de las obras completas de Cervantes en un tomo, me dijo que iba a hacer todo lo posible para traerme a San Isidro para que regresara y me instalara aquí y escribiera la segunda parte de la novela, y me retrato con su nieto Sergititito Barrantes: un muchacho rubio de ojos claros, inteligente, que habla con coherencia e información; menciona a Nietzsche y a Rilke con naturalidad, y me dijo Barrantes:
-Este muchacho, mi nieto, es tu sucesor, este muchacho es el que va a escribir la segunda parte de la Breve historia de todas las cosas.
Termine la noche mareado, como ayer, con el vientre inflado como un odre lleno de todas las carnes, todos los vinos, todas las frituras, frijoles, arroz con pollo.
Esa noche pude dormir porque estaba agotado. Desde que llegué el martes no he parado ni un segundo, y si puedo escribir es porque me sobra la energía que habitualmente gasto en la natación. Me acuesto a las ocho o nueve de la noche y a las cuatro am ya estoy sin sueño y me encierro en el baño a escribir estas notas apresuradas.
Conclusiones
tras el estudio de Breve historia de
todas las cosas e Historia de todas las cosas (tercera
parte)
Luis Enrique Arce
Escritor costarricense nativo de San Isidro de El General
1. La lectura cuidadosa de Breve e Historia
de todas las cosas brinda satisfacción porque nos reímos,
reflexionamos, se escudriñan orígenes sociales e históricos de un pueblón (San
Isidro de El General) donde aún se convive con gentes que sirvieron en el
diseño de los personajes; se convive con gente (ya vieja) que disfruta ser
parte de la inspiración de Aguilera Garramuño. No quedan resentidos, ahora
estamos quienes tenemos que juzgar el texto para su paso o retención en el
tamiz de los tiempos.
Luis Enrique Arce
Escritor costarricense nativo de San Isidro de El General
2. Breve e Historia de
todas las cosas es satírica, no se anda por las ramas. Para denunciar
usa la mofa cruel y despiadada. No se entretiene en lambisconerías
improductivas, su carácter de hiperbólica nos exhorta a ver el mundo social y
humano desde perspectivas diversas, con ello podemos valorar nuestro mundo
pueblo y mundo país, etcétera. Sin embargo, este humor, la ironía y la mofa se
convierten en incentivos que acelerarán el disfrute por la lectura, además,
estimulan el conocimiento sociocultural e histórico del pueblo San Isidro de El
General.
3. Es fuerte en el autor el rastro gabiano, huella
proveniente de las lecturas de Cien años de soledad, La
hojarasca, El Coronel no tiene quien le escriba y La
mala hora. Este rasgo es influencia, nada más. Recordemos que los dos son
colombianos que tienen intereses comunes, además Aguilera Garramuño admira y
respeta al Nobel de Literatura de 1982.
4. Marco Tulio ha elaborado su propia voz literaria
perfectamente distinguible cuando se leen todos los rincones del texto; cuando
se lee y el lector acucioso se atreve a crear y recrear su propio mundo.
5. La participación del credo religioso católico
es notable, no falta en la obra de Aguilera Garramuño ni en la de García
Márquez. Los asuntos religiosos clericales en novelas
como El viejo y el mar de Hemingway o La metamorfosis de
Kafka (de las bastantes que hay, cito dos), las cuales suceden en un espacio
físico narrativo con participación unipersonal, no aparece.
6.
Los curas, obispos y monjas participan, en Aguilera Garramuño y García Márquez
con argumentos de censura a las conductas pecaminosas. No se habla tanto del
Infierno, ni del Purgatorio, sin embargo, se avista la persecución a las “almas
pecadoras”. Cuarenta y cuatro veces aparece la palabra obispo en Crónica
de una muerte anunciada, y en catorce ocasiones se alude al padre Carmen
Amador en este mismo libro. Con números similares, en Breve e Historia
de todas las cosas, aparecen el padre Coto (y Soto) y el padre Clímaco; el
obispo, aunque pasa bastante inadvertido, no deja de ser un elemento
perceptible. Las monjas con su escuela para niñas, así como “los que zambullían
a la gente en el río con el pretexto de alejar a los espíritus y bautizar las
almas”. (Aguilera, p. 292)
7. En los dos textos Breve e Historia
de todas las cosas, y en la obra de García Márquez, no quedan de lado los
temas latinoamericanos que reprimen al pueblo, tales como la corrupción, el
absolutismo gubernamental, el crimen y la explotación laboral de las
trasnacionales más lo típico de siempre: los cacicazgos locales familiares y
personales.
8. La omnisciencia narrativa se conjuga con distintos
tipos de narradores, el testigo, el protagonista, entre otros.
9. La estadía de Aguilera Garramuño en San Isidro de
El General es de cuantioso provecho; él vivió intensamente la etapa de la
adolescencia que tanto lo marcó en su vida posterior. Para el pueblo generaleño
es trascendente porque se da a conocer de una forma particular como lo es la
literatura, ni qué decir de Aracataca que anda en el mundo con tanta intensidad
por la obra de García Márquez.
10. Notables similitudes se establecen entre San
Isidro de El General y Macondo; algunas son geográficas, otras culturales, las
más por ser dos pueblos latinoamericanos en soledad y en lo recóndito. El
desarrollo de algunos de sus servicios comunales, por ejemplo, la electricidad
con luceros pobrísimos en el alumbrado, las trasnacionales que explotan a los
trabajadores, los cines y el teatro entre sus actividades culturales y de
entretenimiento, entre otros hacen que tengan bastantes semejanzas.
Conferencia
dictada en la Universidad Nacional de Colombia el 23 de abril de 1999
La primera novela que escribí,
Breve historia de todas las cosas, fue el resultado de varias
circunstancias, algunas bastante contradictorias. Entre ellas podría enumerar
las siguientes: el aburrimiento que me ocasionaban ciertas clases de filosofía
en la Universidad del Valle, la lectura deslumbrante de Cien años de soledad,
el fracaso de mi profesión de fondista, un pasado de lector omnívoro, la
necesidad de reconocimiento y el sentimiento de que en mi memoria había todo un
universo a presión, como un átomo original, que necesitaba expresarse.
El resultado de todas
estas circunstancias y de otras que sin duda se me olvidan, hizo que me
pusiera a escribir en mis cuadernos la historia de San Isidro del General,
pueblo de Costa Rica donde pasé mis años de adolescencia. Mientras un profesor
soberanamente aburridor paseaba su figura de batracio frente a los alumnos
tejiendo y destejiendo argumentos en torno a La Crítica de la razón pura,
yo escribía mis recuerdos de ese pueblo de putas, comerciantes, mujeres
hermosas, tontos de capirote, sacerdotes herejes, solteronas enamoradas y
progreso caótico. Relataba la llegada de grandes artistas, el arribo de las compañías
norteamericanas, describía los bailes, reseñaba las grandes pasiones y todo lo
hacía con la inocencia absoluta de los ignorantes y los novicios. El resultado
fue un texto de casi 500 páginas, escritas a mano, que luego pude pasar a
máquina gracias al auxilio de tres secretarias, cuyos nombres nunca olvidaré:
Fanny, Luz Marina y Eva. Viéndome con aquel volumen y sin saber qué hacer,
recurrí al único escritor que por entonces conocía, Gustavo Alvarez
Gardeazábal. Gustavo, con la generosidad
que siempre lo ha caracteriizado, leyó el texto con enorme celeridad y pronto
me lo devolvió lleno de anotaciones. Lo que sí me dejó en claro fue que yo tenía
capacidad para escribir, don de narrador, pero que me faltaba orden. Debía
aprender en primera medida a contener el alud de anécdotas, debía dar tiempo a
que el lector respirara y buscar una noción de lo que era una estructura. Me
dijo que era necesario recordar la existencia de los puntos. Aquello que yo
había escrito era una masa amorfa de personajes, situaciones, espacios, ideas,
como una imparable pelea de perros en la que a veces sacaba la cabeza un
personaje memorable o se narraba una situación interesante, que luego se
perdían en las aguas turbulentas de un lenguaje brillante pero descuidado. Al
margen de las páginas de mi manuscrito aparecían de pronto tres signos de
admiración puestos allí por Gustavo, para señalar los puntos que le parecían sobresalientes
de la obra. Gustavo sugirió que antes de emprender la corrección del texto,
debía dedicarme a leer obras ejemplares, que me dieran noción de lo que era una
novela. Por aquellos días yo era una persona con una gran energía, que
emprendía proyectos monumentales con una tranquilidad de santo: así fue como se
me ocurrió que debía leer las obras más importantes de la humanidad, de
principio a fin, antes de entrar de nuevo a mi novela. Recuerdo haber leído en
tiempo record El Quijote, La Divina Comedia, La Iliada y La
Odisea, el Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido. No
sé qué tanto pude aprender de esa maratón literaria, lo que sí tengo claro es
que estuve a punto de abandonar mi carrera de licenciado-filósofo y que obtuve
el título casi a regañadientes y gracias al estímulo del profesor Francisco
Jarauta, un español digno de todo mi respeto.
Después de la preparación atlético-literaria me senté
a corregir Breve historia de todas las cosas. Para ello lo que hice fue buscar bloques de
significación lo más independientes y vigorosos posibles. Para lograrlo, aislé,
un poco a la manera cartesiana, algunos personajes destacados: el alcalde
Robustiano, los dos músicos del pueblo, los dos negros del pueblo, los
muchachos del liceo, el tonto, el poeta gordo, las cuatro hermanas de belleza
deslumbrante (Sol, Cielo, Estrella y Lucero). Pero no bastaba tener a los
personajes aislados, con sus respectivas historias, divididas por subtítulos
semejantes a los del Quijote, sino que había que buscar una columna vertebral,
que tirara de la novela desde el principio hasta el fin, de modo que la obra no
quedara reducida a un inventario de personajes extravagantes. La columna
vertebral la hallé en el tonto del pueblo, Californio El Simple, que abría la
novela, lanzando agua sobre el polvo rojo del pueblo para aplacarlo y cerraba
la novela descubriendo el secreto de su genialidad musical. El tonto del pueblo
servía como elemento estructurador y condensaba de alguna manera la visión
totalizadora del pueblo. Era como el ta ta ta tan de la Quinta Sinfonía de
Beethoven. Aparecía y desaparecía, a veces era dominante y en ocasiones apenas
una sombra, su hilo recorría toda la novela de modo que al unir el principio,
el medio y el fin, permitiría hacer estallar el desenlace. Fue una novela
escrita de manera rústica pero con alegre despreocupación, y ello supieron
notarlo y agradecerlo lectores y críticos.
La vida pública de esta novela fue deslumbrante y
fugaz: al año de terminada ya estaba publicada en Ediciones La Flor de Buenos
Aires, recibió crítica abundante, palos y elogios, el mismo García Márquez
llamó por teléfono para felicitarme, en Costa Rica le dieron el Premio Nacional
y la obra estuvo a punto de ser traducida al italiano. En 1979 apareció una
edición colombiana en Plaza y Janés, que fue de 10 000 ejemplares. Después ya
no hubo una tercera edición.
Fue sin duda un despegue acelerado, que con el paso de
los años me dejó la idea de que había rozado la gloria y la había extraviado
pronto. Vendrían después otras novelas, que fueron recibidas unas con más
escepticismo y entusiasmo que otras.
Paraísos hostiles,
publicada en 1985, diez años después de mi primera novela, fue una obra que
apareció en México en una pequeña editorial llamada Leega. Entre 1975 y 1985
había pasado mucha vida frente a mis ojos. Terminé mi licenciatura en
Filosofía, viajé a Estados Unidos donde
dicté clases de español y terminé casi a regañadientes mi maestría en Artes en
la Universidad de Kansas, me trasladé a Monterrey, México, donde duré casi seis
meses al borde de la más absoluta miseria, dicté clases de traducción y
creación literaria en la Universidad Autónoma de Nuevo León, renuncié a mi
trabajo y viajé a la ciudad de Xalapa, donde durante seis meses estuve
desempleado, comencé a escribir guiones radiofónicos para Radio Universidad,
entré a laborar a la Dirección de Publicaciones de la Universidad Veracruzana y
ahí me quedé.
Paraísos hostiles
es la novela de la miseria humana. En ella se describe una casa en la que se
hacinan, como en los siete círculos del infierno, personajes de las más
diversas características, dominados por los instintos básicos: el hambre, la
pulsión sexual y el amor. En esta novela hay aproximadamente 30 personajes
principales y cada uno tiene su historia. No hay un protagonista central, como
no sea la misma casa, el perro Triciclo o Sebastián, un inocente que hace su
aprendizaje de la vida a lo largo de la novela. Como podrán notar, esta novela se parece a Breve
historia de todas las cosas en el hecho de que presenta a muchos
personajes, situados en un espacio. Solamente que el espacio de Paraísos
hostiles es mucho más reducido: una casa de huéspedes. Sin embargo hay o
quiere haber una ambición mayor: la de llevar a cabo una reflexión sobre la
vida, la muerte, el amor, el erotismo, la mujer, el hombre.
Para escribir esta novela tuve pretensiones -o más
bien juegos- de orden científico: hice tablas estadísticas de frecuencia para
medir la aparición dosificada de los personajes, tracé gráficas de la longitud
de los fragmentos, elaboré esquemas sobre los diversos ingredientes de la
receta literaria (lo épico, lo cómico, lo dramático, lo cursi...)
También -y esto lo recuerdo con gran claridad- trabajé
el estilo de forma tan minuciosa que podía pasar varias horas en una sola
página, buscando las palabras adecuadas. Tanto tiempo pasaba sentado ante la
máquina de escribir, que fue necesario inventar una mesa alta, como un atril,
para escribir de pie, pues me dolían enormemente las rodillas.
Cada vez que uno escribe una novela tiene que afrontar
varias decisiones muy graves, de las cuales depende el éxito o el fracaso de la
obra. Una de ellas, quizá la más importante, es la selección del narrador o los
narradores. La pregunta básica sería: Quién
cuenta la historia? Otras preguntas serían: Desde
qué perspectiva temporal se cuenta? Desde el futuro, cuando lo que se cuenta es
pasado; de forma contemporánea, es decir, cuando se va contando a medida que
las cosas van sucediendo; desde el pasado, inventando lo que va a suceder,
etc.?
Para Breve historia yo había inventado un
narrador al que llamé el historiador-literato Mateo Albán, periodista capturado
en 1948 en San Isidro y recluido en la cárcel del pueblo, desde donde escribe
lo que oye, lo que ve, lo que inventa. Pero este narrador no es único, sino que
se complica con otros narradores de tipo omnisciente, que no se determinan, e
incluso con narradores en primera persona. Para Paraísos hostiles no
busqué un narardor preciso, sino que lo difuminé entre los habitantes de la
casa. Nunca se sabe quién cuenta las historias, pero se supone que es un
habitante. Se escuchan chismes, relatos, se leen partes de un libro hallado
entre las camas, se oyen voces en la oscuridad, y entre todas ellas se va
armando la novela.
La estructura es fragmentaria y la fragmentación tiene
nuevos fragmentos. Es decir, cuando hay una historia larga e interesante, se
corta, para dar paso a otras, y luego la primera historia se reanuda, luego la
segunda y luego la tercera, con lo que
se va creando un tejido bastante intrincado de relatos. La palabra
"tejido" es muy importante cuando se habla de novelas: el novelista
tiene los hilos -a veces abundantes- en las manos, y no debe permitir que se le
enreden, debe buscar que haya una simetría, una armonía, una música de fondo.
Hay hilos argumentales, hilos temporales, hilos estilísticos, hilos
estructurales, que deben tejarse con minuciosidad. Lo ideal del tejido
novelístico sería encontrar una textura como la de la seda: que resbale entre
las manos, que acaricie, que arrope, que seduzca, que se convierta en espacio
habitable, amable.
Hubo diversas y contradictorias reacciones a Paraísos
hostiles: generalmente los lectores menos avezados rechazaron la obra,
mientras que los lectores cultivados la celebraron a altos niveles. Es una
novela que tiene intenciones filosóficas expresas y me parece que su nivel es
bastante decoroso, pero requiere de un lector atento, que esté dispuesto a
reflexionar. El lector que quiera disfrutar de la obra deberá regresar a
fragmentos anteriores, lo que no sucede con la novela Breve historia...
que se puede leer de varias senatadas y disfrutar sin complicaciones estructurales
o de conciencia.
Qué
gané o qué perdí de la primera a la segunda novela? No sé. Creo que toda
pérdida es ganancia y que no hay experiencia que no tenga valor.
Cuando escribí mi tercera novela, Mujeres amadas,
que apareció publicada tres años después de Paraísos hostiles, ya había
perdido casi por completo la inocencia del novato. Había leído muchas novelas,
con la intención expresa de aprender, conocía dos o tres teorías a las que no
les prestaba atención y estaba dispuesto a escribir una obra que recogiera no
sólo mis experiencias sobre el amor, sino las aportaciones de la literatura
universal. En la contraportada de la segunda edición mexicana, que reproduzco
por ser altamente sintética, dice: "Germán Vargas, uno de los sabios de Cien
años de soledad y maestro de Gabriel García Márquez, definió a Mujeres
amadas como tratado de erotismo burlesco-trascendental. Es una
novela de amor, pero también de autoconocimiento. Un escritor persigue a una
elusiva musa de empecinada castidad y le cuenta, a la manera de Scherezada de Las
mil y una noches, las historias (reales o inventadas) de sus pasados
amores. El resultado es una narración divertida y a la vez firme que nos hace
reflexionar sobre el eterno y siempre novedoso tema del amor, y su culminación,
el erotismo".
La fuente vivencial de mi novela fue mi relación con
una mexicana que conocí en Estados Unidos
y que por diversas razones no quería dar su brazo -por no decir otra
cosa- a torcer. A ella, en la vida real, le conté las historias de mis pasados
amores -craso error: creer que contárselo todo a la mujer amada es un buen
movimiento, resulta ser una especie de pasaporte al eterno retorno: esa mujer
estará el resto de su vida recordando a las otras mujeres, aunque uno ya las
haya olvidado. Contarle todo a la mujer amada es como condenarse a llevar un
mico en el hombro toda la vida.
Una vez que fracasó mi conciliación con esa mujer -el
amor es, en cierta medida, una conciliación de intereses-, una vez que la perdí
y me perdió, quise recuperarla por medio de la literatura. Y aquí tenemos una
definición provisional de lo que podría ser una novela: el intento de recuperar
algo que hemos perdido o el deseo de crear algo que añoramos. Una prueba de
ello es el título de la obra maestra de Proust: En busca del tiempo perdido.
En Mujeres amadas inventé un narrador que
perseguía una mujer y que utilizaba como medio de seducción el arte de la
narración de sus propias aventuras amorosas pasadas.
Yo quería inventar mi propia love story pero no
deseaba repetir lo que ya se había hecho, aunque tampoco quería desaporovechar
las experiencias pasadas. De modo que una vez que escribí la historia básica,
me di a la tarea de leer todo lo que hallé sobre el amor: Romeo y Julieta, El Banquete, El Cantar de
los cantares, Dafnis y Cleo, Mujeres enamoradas, El amante de Lady Chatterley, todo
Henry Miller. A manera de collage introduje escenas casi textuales de esas
obras, diluyéndolas de tal manera, que parecieran partes de mi novela. También
esbocé una teoría general sobre el amor y el erotismo.
El resultado fue una obra fragmentada en la que
alternaba la primera y la tercera persona, utilizando la primera persona para
la seriedad y la tercera para la parodia. El tono general es o quiere ser
divertido. La novela se burla del autor, los personajes se critican a sí
mismos, las personas y los personajes se confunden. En este caso la definición
de la novela ya no sería el espejo que recorre el camino, sino el espejo que
persigue al autor .
La crítica fue abundante y positiva, pero ello redundó
en poco provecho para mi vida práctica. Hasta entonces había ganado poco dinero
con mis obras y debía seguir trabajando en oficios no siempre agradables. Las
condiciones empeoraron: no fue fácil publicar esa novela y no sería fácil publicar
las siguientes. En esta obra hay una serie de preguntas que quise responder. No
se trataba de contar simplemente una historia, sino de buscarle un sentido, una
trascendencia: qué
es el amor, qué es el erotismo, qué son las mujeres, qué buscan, cómo se
comportan? En la medida en que los lectores compartan estas curiosidades y
sientan que el novelista está dando respuestas, sentirán que la novela es de
ellos, que el novelista está contando una historia conocida que puede iluminar
sus propias vidas.
El año siguiente apareció publicada El juego de las
seducciones, una novela cuya escritura había iniciado en 1973, es decir
quince años antes. En ella cuento tres historias básicas: la historia de un
proceso psicótico que sufrí durante mi adolescencia, la historia de mi primera
salida al mundo de los adultos y la historia de mi familia. Son tres historias
que avanzan de manera paralela, cortándose cada cuatro o cinco páginas. Esta
novela es la novela de la formación de un hombre, una bildungsroman,
como las llaman los críticos. El santo patrón de esta novela fue Dostoievski:
quise narrar a su manera las profundidades de un espíritu en crisis, sin omitir
ningún detalle, por doloroso que fuera. El tono es de extrema serierdad. Las
pocas personas que la leyeron opinaron que era mi mejor novela, la menos
casquivana.
Durante quince años estuve arrastrando este texto a lo
largo de mis viajes. Me estudié a mí mismo, hurgué despiadadamente en mi
pasado, estudié psicología, psiquiatría, antropología, historia. Puedo asegurar
que ninguna novela me ha hecho sufrir tanto como ésta y supongo que si algún
día se hace un balance de mi trabajo, se dirá que es la mejor que he escrito.
Creo que con esta obra exorcisé por completo la imagen ya pesada de García
Márquez, que gravitaba sobre mi literatura. Al liberarme de mí mismo, de mis
temores, y al contar lo que parecía incontable, se me abrió el horizonte y
comencé a encontrar mi veta: el erotismo. De esta liberación surgieron mis
cuentos: Para antes de hacer el amor y Para después de hacer el amor,
que son las obras que más se conocen y que han sido mucho más celebradas y
leídos que mis novelas.
En El juego de las seducciones hay un trabajo
estructural y estilístico más complejo que en las obras anteriores: una sección
está narrada en monólogo interior (el narrador se habla a sí mismo), otra
sección está en tercera persona (se cuenta la historia de la familia) y la otra
en primera persona (el narrador cuenta el proceso que lo llevó a la locura o
disociación con respecto a la sociedad que lo rodea). El crítico Peter Broad comenta que la impresión que
produce esta estructura es que se están leyendo tres novelas a la vez, tres
novelas claramente relacionadas e integradas. De nuevo exijo en esta novela un
lector atento, dispuesto a releer partes ya leídas, para comprender mejor.
La fortuna, la carrera de esta novela ha sido
limitada, en parte por el hecho de que salió publicada en una editorial que
estaba en decadencia. No hubo edición colombiana. Por desgracia las novelas
están estrechamente vinculadas a la situación económica del país en que salen
publicadas: si el país está en crisis, la novela está en crisis. Si la novela
no dispone de un aparato publicitario que la apoye, corre el riesgo de
permanecer en bodega. Pero las novelas tienen sus misterios y de pronto salen
de la oscuridad y comienzan a venderse y a tener lectores. Yo sospecho y espero
que esto sucederá pronto con El juego de las seducciones. Lo mismo pasa
con los países y las civilizaciones y es que dan vuelcos sorprendentes. Ningún
imperio es eterno y ninguna desventura interminable. Ahí yace mi esperanza en
Colombia, aunque yo personalmente no
pueda hacer otra cosa que escribr con honradez, siguiendo mi mandato
interior.
Después de las largas angustias que me ocasionó El
juego de las seducciones, vino una novela totalmente diferente, en la que
yo como fuente temática, estoy ausente. En la novela Los placeres perdidos narro
episodio a episodio las andanzas de un caballero andante del amor, del arte y
de la vida, Adolfo Mntaño Vivas, el frenáptero.
Y aquí tengo que explicar lo que es un frenáptero: un ser de mente
alada, una criatura angélica que anda extraviada por el mundo, tratando de
alguna forma de arreglarlo o iluminarlo.
Los placeres perdidos fue
escrita con enorme facilidad y presteza. No tuve que recurrir a otro libro
diferente al libro de la vida para encontrar mi personaje y mis situaciones:
Adolfo vive y prospera en Cali, donde es un personaje bien conocido y amado por
absolutamente todas las personas que lo conocen: Adolfo es músico genial, es
literato, es erudito en asuntos botánicos y zoológicos, es pintor, es maestro
de la vida. Si alguien quiere conocer cómo eran los profetas bíblicos que
hablaban con Dios como por teléfono, si alguien desea tener la experiencia de
conocer a un iluminado por todas las gracias, debe buscar a Adolfo.
El método que utilicé para recoger las anécdotas de mi
novela fue el de los apóstoles: seguir al señor a todas partes y recoger sus
palabras y escribir sobre sus hechos. Tal es mi novela Los placeres
perdidos que ha gozado de gran cariño por parte de las personas que la han
leído y que han incorporado a su lenguaje la palabra "frenáptero",
que a veces utilizan incorrectamente refiriéndose a mí. Que hay personas
privilegiadas por la gracia -esa belleza del alma-, por el don de la simpatía y
por la capacidad de despertar el amor de todos cuantos los rodean, es un hecho.
Adolfo es una de esas personas y yo no hice más que recoger las palabras y los
hechos que iba dejando caer a su paso.
Para algunos apresurados, Adolfo puede parecer una persona con problemas
de retardo mental, para otras un hombre mimado, para otras, un ser que se negó
a crecer. Para mí fue y sigue siendo, el modelo más acabado del
"frenáptero", un ser con mente alada, muy diferente al "frenolito", que es el
de mente petrificada. Estas dos palabras las inventé a partir de raíces
griegas.
Incurriré ahora en el inefable placer de hablar de mí
mismo, como dijera, creo, Ortega y Gasset. No es un misterio que todos los que
escriben se describen y revelan a sí mismos incluso en los personajes y
situaciones más distantes de su propia personalidad. Algunas de las personas
que ya leyeron Buenabestia/Las noches de Ventura han dejado a un lado la
literatura para indagar la identidad de los personajes femeninos que allí
describo. Otras encuentran ciertas situaciones algo exageradas. Las mujeres que
han leído el libro sienten hacia él una atracción morbosa. Y es que la novela
es una novela sobre mujeres, y sobre cuáles mujeres puedo escribir si no es
sobre las que he conocido e imaginado. Muchas mujeres que me han querido o
padecido, si es que me leen, se habrán identificado con uno u otro personaje.
De las mujeres han partido críticas y censuras. Una dijo que yo era un misógino
colado en la neoliteratura rosada. Me calificó de nacote refugiado, sudaca y
autor de fotonovelas porno. La acusación de que soy un escritor de pornografía
me ha perseguido, de la misma forma que ha llegado a molestar a mi esposa, a
quien frecuentemente acosan. Ella, que ya ha aprendido a vivir conmigo y con mi
fama o mala fama, ha desarrollado respuestas para defenderse. Una de ellas es
sencillísima: preguntar al ofensor si ha leído aunque sea uno solo de mis
libros. Habitualmente quienes me atacan es porque no han leído mis obras y se
dejan llevar por una envidia insana y barata.
Entiendo perfectamente a las mujeres que han
reaccionado contra mis escritos. Lo que yo intenté hacer en Buenabestia/Las
Noches de Ventura fue dar una visión lo más completa posible del erotismo y
de las complicaciones y deleites que involucra la búsqueda del amor, todo ello
desde mi punto de vista y por lo tanto desde mis experiencias y mis lecturas.
No se trataba simplemente de describir situaciones enervantes y conflictos
entre el protagonista y sus mujeres, sino de comprender las situaciones y
hacerlas palpables. La mayor parte de las personas que escriben por necesidad,
siguiendo el mandato interior que pregonaba Kafka, lo hacen para comprenderse,
para explicar su posición en el mundo, incluso para justificarse. La escritura
es una satisfacción solitaria, por lo tanto en cierta forma onanista. Ser leído
es como escapar del onanismo y entregarse al amor: compartir la pasión pero
también el veneno. Bien dicen que Semen retentum venenum est. De la
misma forma, las obras escritas y no publicadas se transforman en veneno que
puede echar a perder la vida de un escritor.
Es obvia y explicable la suposición de que el
protagonista de Buenabestia/Las noches de Ventura y, por lo tanto, de El
libro de la vida sea un alter ego de Marco Tulio Aguilera Garramuño. Pero
en este caso no se trata del escritor colombiano residente en México que se
dedica a seducir mujeres para escribir
sobre ellas, sino de un escritor quintaesenciado, editado, potenciado. No soy
yo, por lo tanto, el protagonista, sino un yo idealizado, arrastrado por el
esplendor y el cieno de la sinceridad y expuesto a la curiosidad del lector. La
novela no es la historia de mi vida, sino la historia de mis fantasías, de mis
lecturas, de mis tabajos para escribir, publicar y sobrevivir. Es una novela de
formación (habrá quienes digan que es de deformación). Que algunos
escritores son particularmente perversos, es un lugar común. Más acertado sería
decir que los escritores se atreven a decir lo que los demás solamente se
atreven a imaginar. Yo mismo me he definido como un amoroso, aunque otras
personas me califican como ingenuo o como un hombre que se ha dejado manipular
por las mujeres.
Los personajes femeninos son fundamentales en El
libro de la Vida (sé que ya desde el título mi proyecto suena bíblico, de
ambición paranoica y lo asumo con humildad: solamente una persona
enfermizamente segura en sí misma se atreve a ponerse como modelo del
protagonista de su propia obra o, en palabras de Blake I have always found
that the angels have the vanity to speak of themselves as the only wise; this
they do with a confident insolence sprouting fron systematic reasoning [1]).
Hay todo tipo de mujeres en Buenabestia/Las noches de Ventura, desde
Bárbara Blaskowitz, casada, divorciada, enamoradiza, samaritana, pasando por la
Princesa de Huamantla, una criatura hecha para la esclavitud del amor, e Iris
Moonligth, una Hércules del erotismo femenino, masculino y ambiguo. Y
entreveradas con ellas, infinidad de entidades de la imaginación: Ranita,
Trilce, Svieta Korolenko (la polaca que decía el cuellito, bésame el cuellito).
De las seiscientas páginas que tenían los volúmenes I y II de El libro de la
Vida, sólo quedaron en Buenabestia/Las Noches de Ventura,
trescientas cincuenta. La verdad es que lo que yo he escrito en estas páginas
corresponde a una época ya lejana de mi vida (de 1980 a 1985) y en el instante
en que escribo estas líneas, mi vida y
mi actitud son otras. Ya no concibo el amor como una aventura sino como una ventura.
Creo que el amor existe porque desde hace más de diez años lo vivo de manera
cotidiana con Leticia Luna. Ya no concibo el amor como una búsqueda sino como
un encuentro. Quienes conocen mi vida actual saben a qué me refiero. Ya no
tengo tiempo de perseguir mujeres ni de dejar que me persigan. La vida apenas
me alcanza para ayudar a levantar mi familia, tener a tiempo y bien La
Ciencia y el Hombre, revista que edito para la Universidad Veracruzana y
escribir de vez en cuando.
El tercer y cuarto volumen de El Libro de la Vida,
que aparecerá bajo el título de La hermosa vida, El libro de la vida II,
ya está listo, pero esperaré algún tiempo antes de promover su publicación. Hay
que dar espacio a ver qué pasa con el
primer volumen. Pronto emprenderé la corrección de La pequeña maestra de
violín, El libro de la vida III. Mientras llega la hora de corregirlo, me
estoy preparando. Acabo de leer dos biografías de Pagannini: Nicolo
Pagannini and the history of the violin, de F.J. Fetis, quien fuera amigo
personal del mayor violinista que ha existido, y Nicolo Pagannini: his life
and work, de Stephen Stratton, que es un plagio descarado del primero. Leí
estos libros porque la música desempeña un papel fundamental en mis obras.
El último volumen de la serie El libro de la vida,
que he titulado La plenitud del amor, El libro de la Vida IV, ya está
escrito y corregido, pero es un texto demasiado difícil, que linda
peligrosamente con lo cursi, pues por primera vez afronto sin tapujos el tema
del amor (ya no solamente el del erotismo y los simulacros del amor). La
responsabilidad que asumo en el último volumen es grande: se trata, ni más ni
menos, que de llegar a unas conclusiones sobre el amor. Se me ocurre que quiero
hacer algo como una Fenomenología del espíritu aplicada al tema del
amor, pero sin el abstruso y confuso estilo hegeliano, que acaso solamente
Adolfo Sánchez Vázquez entienda en México. Sé que todo esto suena pretencioso,
pero qué vamos a hacer: cuando uno desde
chiquito se soñó Cervantes no tiene otra alternativa que hacerse ilusiones y
trabajar para estar a la altura de sus sueños. El proyecto de escribir una
serie de libros es tan absurdo, tan optimista, como la idea de que éstos se
venderán abundantemente. Sólo siendo un irredimible optimista se puede
persistir en la profesión del escritor en estos tiempos de penuria. Pero no
debo quejarme. La verdad es que soy un privilegiado porque tengo tiempo para
escribir, porque soy libre para escribir lo que se me da la gana y porque
dispongo de espacio para publicar mis textos.
Frente al primer borrador que formaban siete volúmenes
de El libro de la Vida, tuve que hacer una evaluación seria del
proyecto. A partir de la primera correción hubo en mí una preocupación básica:
no aburrir al lector. Y esa preocupación era de elemental estrategia: si mi
proyecto original contemplaba terminar seis o siete volúmenes de El libro de
la Vida, era obvio que quien se aburriera leyendo el primero nunca buscaría
el segundo y jamás llegaría a leer el séptimo, aunque lo sometieran a torturas
y le dieran becas. En el mundo literario se contempla como vituperable el
querer agradar al lector. Tener muchos lectores es para algunos sinónimo de
autocomplacencia o ingenuidad. Ya Savater, en un delicioso libro llamado Apóstatas
razonables señalaba que:
Quien deliberadamente se
propone ser clásico, rara vez alcanza vigencia ni siquiera en vida y la pierde
toda el día de su muerte; pero quien sólo aspira modestamente a intrigar,
conmover o divertir a su vecino puede llegar a ver eternizado lo saludable de
su gesto[2].
Para probarlo pone como ejemplos a Shakespeare, Rabelais, Cervantes y Voltaire,
que habiendo alcanzado popularidad en su tiempo, la mantienen hasta la
actualidad.
Como nunca me he creído autótrofo y sé que de los
demás se puede aprender, decidí emprender la lectura de las grandes series de
novelas amorosas, eróticas o similares. Comencé con Sexus, Plexus y Nexus, novelas
que conforman La Crucifixión Rosada, de Henry Miller. Qué
aprendí de ellas? Supongo que la naturalidad, el desparpajo, la sinceridad y la
idea de que todo puede decirse en la forma en que uno quiera, si es que uno
tiene algo que decir y sabe decirlo. La verdad es que hay poco de memorable en
las novelas de Miller. Su narración discurre como un río bajo el cual hay un
montón de piedras y en muy pocas ocasiones uno le encuentra sentido a ese
discurrir. Pero en ese flujo atormentado y hedonista está precisamente el
placer de la lectura de Miller.
La lectura de Justine, Balthazar, Montolive y Clea,
obras que forman El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (y que el
mismo autor calificó como "una investigación del amor moderno"), me
enseñó una dimensión más humana del acercamiento al hecho amoroso. Los
personajes son atractivos, misteriosos, con algo de romanticismo y una
turbulencia que recuerda a Cumbres borrascosas. También aprendí que
cuando uno escribe una novela de amor, erotismo o conflictos psicológicos, hay
que evitar meterse en disquisiciones políticas.
Lo mismo entendí de la lectura de los siete volúmenes
de En busca del tiempo perdido: si el tema básico de Proust eran las
sutilezas de las relaciones afectivas, eróticas y los secretos de la
sensibilidad exaltada, para qué diablos se metía a contar en cincuenta o más
páginas las circunstancias del caso Dreyfus y para qué se dedicaba a cantar las
bellezas de las catedrales en treinta o cuarenta. De Proust me son atractivos
los personajes que están directamente ligados a la sensibilidad del
protagonista: Albertina, Gilberta, el Barón Charlus, la duquesa de Guermantes,
las hermosas sirvientas.
Leí y subrayé todos los volúmenes de En busca del
tiempo perdido. Lo que saqué en limpio de la lectura de Proust es que para
hacer una obra literaria equilibrada, hay que ponerse en el punto de vista del
lector, de un lector atemporal y aespacial, a quien no le va a importar si en
el tiempo de la novela gobernaba Rojas Pinilla o Carlos V. La idea de que una
buena novela debe captar el espíritu de su tiempo la entiendo de la siguiente
manera: lo que importa son los efectos de las circunstancias sobre los
personajes, más que las circunstancias mismas.
Tras este rápido recorrido por
la superficie de mis novelas, me atrevo a preguntarme, qué sentido tiene todo
este trabajo, hacia dónde ve, qué he logrado. Aunque algunos críticos han
señalado que una de las características básicas de lo que escribo es la
autoconciencia, es decir, la reflexión sobre mi trabajo literario, estoy lejos
de tener claras las respuestas. Uno va escribiendo como el navegante del barco
de la vida, entre las brumas del tiempo, a veces ve islotes, en ocasiones
continentes, frecuentemente sufre alucinaciones y descubre que todo es falso y
todo verdadero, que todo importa y todo carece de importancia, que que el
camino vale tanto como la llegada. Tal vez la razón del arte sea recuperar los
islotes de la memoria, los instantes memorables, para hacerlos habitables, para
ofrecerlos al lector, al espectador. Somos criaturas de un día, pero con el
privilegio de la memoria y la ventaja de la conciencia. Las novelas son el
resultado de una larga vigilia en busca de esos islotes de la memoria, de esos
continentes de la naturaleza humana. Cada novelista descubre y crea sus
territorios, les da habitantes, una geografía, unas leyes, e invita a los
lectores a visitar su territorio. Quisiera que mis territorios fueran
atractivos para muchos, que guardaran como en un arca no sólo lo decible sino
lo indecible. Ojalá haya conseguido o consiga algún día mis propósitos.
Mientras tanto sigo escribiendo, es decir, viviendo por lo menos dos vidas. El novelista es un
hombre al que no le basta con una vida. Es un ser elevado a una segunda
potencia por arte de su imaginación y su soberana paciencia.
Xalapa, 15
de abril de 1999